Contar historias ha sido, desde el principio de los tiempos, uno de los entretenimientos favoritos del ser humano. Aún no se habían inventado la agricultura, el dinero, las jerarquías o el género pero ya se conocía el funcionamiento de la ficción. Hombres y mujeres se sentaban ante el fuego, y bajo la luz de la luna, narraban, mediante gestos y pantomimas, las fantasías y aventuras que iban inventando. Todavía hoy, en pleno siglo XXI, en mitad de la mayor revolución de las comunicaciones, de la más importante transformación en la forma de acceso a la cultura, al conocimiento y al ocio, contar historias o sumergirse como espectador en ellas, sigue siendo el mejor pasatiempo de la humanidad. Impresas en papel o en ebook; proyectadas en celuloide en una pantalla de cine o mediante tecnología digital; con vídeo o con ipad; seguiremos llenando nuestras vidas con las aventuras de Ulises, el doctor House, Don Quijote o el profesor White. Aún no se ha inventado nada mejor y dudo mucho que llegue a inventarse algún día. Podrán ampliarse, diversificarse y ramificarse en progresión geométrica hasta el infinito, los diferentes medios, formatos o profesiones asociadas a la vocación de contar historias, pero en el fondo de todas ellas permanecerá siempre la misma esencia: el hombre de las cavernas, bajo la luz de la luna, sentado ante fuego y rodeado de su progenie, jugando a olvidarse por un segundo de su pequeña y ridícula porción de realidad para convertirse por unos instantes, en Dios.
Por mi parte, no puedo imaginarme una suerte mejor que seguir contando historias en los diferentes formatos, tonos, y estilos, que mi imaginación y el -siempre difícil de conseguir- presupuesto, me lo permitan.